domingo, 2 de noviembre de 2014

El y sus frenos

Don El*, tiene algunos 60 años, largos. Es simpático, suelto de palabra y todo una biblia. Es doctor en Ciencias Sociales. Fue catedrático en la UASD y es un amor. Es tan sencillo, cálido, agradable, sabio...  No sé si sea el hecho de nunca haber tenido abuelos, pero disfruto mucho hablar con envejecientes. Sería una buena idea si quemaran todos los libros y mandaran un abuelo a cada escuela para que se dedicara a hablar, simplemente hablar.

Lo vi por primera vez hace al menos 3 semanas; estaba sentado en la segunda butaca de la última fila de la sala de cine. Se hacía acompañar solamente de sus anteojos y ojos bien abiertos, como siempre. No le presté mucha atención. Siempre está en el cine cuando hay películas históricas en cartelera (al menos cuando se presentan esas que lo veo). Nunca cabecea. Nunca toma nada. Nunca hace ruido. Nunca parece disconforme.



Anoche entré a la sala más temprano de la cuenta, y ahí estaba él: en el segundo asiento de la última fila, como siempre. Me senté en la misma fila, como de costumbre, pero esta vez a tres lugares de distancia con él, y algo me inspiró a moverme a su lado y hablarle. 

Me contó que vivía ahí cerca y que por eso siempre, que había una película buena, pasaba por allá. Me habló sobre sus amigos que también frecuentan el cine; me dijo las profesiones de cada uno (doctor, ingeniero, abogada, profesora, economista) y en qué parte de la sala se sentaban y cómo se conocieron. Me dijo que le gusta mucho el cine, el histórico y documental en específico. Hablaba con admiración de la historia de Alemania, la cual dijo, es una de las naciones que más admira en el mundo, por la forma en que ha sabido reponerse luego de las devastaciones dejadas por las guerras. Y ahí estaba yo: de lo más entregada hablando de historia internacional con don El. 

No sé en qué momento me fijé en su sonrisa, pero una vez lo hice no pude sacarla de mi mente. Don El, tenía frenos, a sus 60 y tantos. No le importa su edad, usa frenos, como probablemente lo hacen sus hijos y sus nietos. Usa frenos y eso no le impide reír.


Con la sonrisa metalizada de don El, comprobé que la edad es mental. Que no importa qué tantos años se tenga de vida para hacer lo que se quiere, siempre que por dentro se mantenga el espíritu joven y la mejor forma de ser joven por mucho tiempo es retrasando el envejecimiento cerebral mediante el ejercicio de pensar.

De repente, bailaban en mi mente las tantas personas que he oído decir: estoy muy mayor (viejo) para eso; especialmente para ir a la escuela, aprender un oficio o idioma nuevo... enamorarse... c hacerse un corte de cabello, cambiarse de color, aprender a usar la tecnología. Me veía incluso yo, al impedirme hacer cosas como  aprender a nadar o bailar, por eso de que estoy muy grandecita para estar dando show.


Ojalá sean más los que se animen a hacer hoy lo que debieron, quisieron o, simplemente, no pudieron, hacer en el pasado; incluso, usar ortodoncia.

Carpe Diem.


*El es la abreviación que doy su nombre, por eso aparece en mayúscula y sin acento en todo el texto.